Una infancia en Montreal

... Y a fuerza de constancia, en medio de sus muchos compromisos profesionales, ha logrado un texto que podemos leer muy bien y del que un guionista inteligente podría extraer bastantes escenas para lograr una buena película.

Sí, ya va siendo el momento en que, además de lograr que el público español conozca las obras fundamentales de Eric Berne, también pueda verlo en la pantalla. Y si no basta con una sola película, habrá que rodar varias. El personaje Berne es mucho más interesante que otros muchos. Hace unos años leí la gruesa autobiografía de Richard Wagner- 735 págs-, uno de los libros más aburridos que he leído en mi vida y del que dudo que pudiera extraerse una película de calidad media.

En este trabajo de edición, Terry no ha estado solo. Ha contado con la ayuda del intrépido Agustín Devós. Si los escolásticos definían el miedo como la trepidación de la mente ante un mal que probablemente es inminente, Agustín desconoce el miedo y está logrando resultados que editores de otros países, comenzando por los norteamericanos, ni siquiera se plantean. Entre otros, ir logrando editar, poco a poco, las obras más importantes de Eric Berne y de otros discípulos de éste.

Lo primero que me pregunto es si nos encontramos ante una autobiografía en sentido estricto o también ante una biografía de los padres de Eric. Porque el impulso inicial, lo que llevó a Eric a escribir estas páginas fue la gran admiración y agradecimiento que sentía hacia sus padres. O dicho de otra manera, este libro es un homenaje. Con lo cual, Berne también se adelantó, como en muchas otras cosas, a su tiempo. Desde hace unos años, se están poniendo de moda «el libro del abuelo». Es decir, ante el hecho comprobado de que los biznietos no se acuerdan ya del padre de su abuelo, los padres encargan a alguna persona- en algunos casos, a un periodista de investigación-, que grabe largas entrevistas con el abuelo, en las que éste pueda dar suelta a su vanidad y contar su vida a su manera. Después, esa persona selecciona pasajes de esas entrevistas, los da forma y acaba ofreciendo un manuscrito a la familia a cambio de una buena remuneración. La familia intercala fotografías, se lo regala al abuelo, pero la finalidad fundamental es que los nietos tengan un recuerdo claro de quién era su abuelo. Si Berne no entregó a sus hijos el libro, es porque vivió menos de lo que probablemente él esperaba.

Lo primero que narra Berne es cómo acompañaba a su padre en las visitas a sus pacientes. Y ya al comienzo se nos muestra en una de sus reacciones típicas. «Él (su padre) tocaba el timbre, alguien abría la puerta, él entraba, la puerta se cerraba y ya no había más Padre. Yo miraba a la puerta y la puerta no me decía nada de lo que pasaba detrás de ella». Y el niño Berne, que se quedaba en el taxi, esperando a su padre, no tenía más actividad que pensar, porque la comunicación entre el taxista y él era imposible, ya que el taxista sólo hablaba en francés y Berne desconocía ese idioma.

Al llegar a casa, el Doctor David Bernstein seguía atendiendo más y más pacientes. ¿No fue viendo, día a día, el estilo de vida el que luego Berne empleó siempre?. ¡Trabajo, trabajo!. La mayor preocupación del padre era que Eric y su hermana Grace fortaleciesen sus defensas frente a las enfermedades que hacían morir a miles de niños. Les daba tónico con estricnina y así es como logró que sus dos hijos no contrajesen enfermedad alguna.

Cuando habla de 1910, año en que nació, Berne resume algunos acontecimientos llamativos, pero enseguida se eleva a hilos que van a formar la trama de su vida. Y con cierto aire de suspense, habla de Viena, «donde un traficante de pinturas de veintidós años se sentaba en los cafés leyendo periódicos políticos, mientras que no muy lejos en la misma calle un doctor con barba estaba organizando una asociación internacional interesada en curar enfermedades mentales. ¿Se cruzaron alguna vez el joven fracaso y el éxito barbudo en la calle durante esos días» (Pág. 21). Así es como la inconfundible prosa berniana presenta a Hitler y a Freud.

Berne retrata a su padre como un médico científico, que fue corrigiendo sus hipótesis sobre el factor fundamental que causaba la elevada mortalidad infantil. Primero, pensó que era el aire polucionado. Por eso, los médicos recomendaban que los niños pasasen temporadas en el campo, respirando aire puro. Después, David Bernstein se dio cuenta de que era la mala calidad de la leche la que desencadenaba esa especie de Peste Negra. Finalmente, se dio cuenta de que era el contagio humano el factor decisivo. Por tanto, había que traer a los niños a la ciudad para recibir un tratamiento que les fortaleciese contra las amenazas constantes de la muerte. Le llevó 15 años alcanzar la hipótesis definitiva. Y sentimos una gran pena cuando nos damos cuenta de que ese médico murió poco después de alcanzar la luz científica, pero como le ocurriría a su hijo Berne años después, no les dio tiempo a ver la Tierra Prometida de su vocación enteramente realizada en el trato con los demás.

Cuando describe la calle de la Santa Familia, donde vivió durante veinte años, Berne se convierte en un auténtico virtuoso de la Sociología. Muestra claramente los tres tipos de habitantes que allí convivían sin gran armonía: Católicos, Protestantes y Judíos. Estudia con trazos certeros cómo era cada comunidad, a qué trabajos se dedicaban y cuáles eran las relaciones de unos con otros. Seguro que a los lectores españoles de la autobiografía de Berne, las páginas 39-42 les van a recordar la convivencia de cristianos, moros y judíos en Córdoba o en Toledo, por citar sólo dos ciudades.

Y sorprende también que Berne dedique nada menos que veinte páginas- 43-63- a presentar dinámicamente su casa y cada rincón de ella. Con lo cual, la casa se convierte en un personaje principal de la autobiografía. Como hizo Daphne du Maurier en Rebeca. Otra buena idea para una película.

En medio de esas páginas, concretamente en la 54, Berne explica cómo su madre le inició en la afición a la buena Literatura: Dickens, Shakespeare, Lamb, Hamsun, Heine, Balzac, Jokai, Bacon, Montaige y Swift. El resultado de esta influencia nos lo cuenta Berne más adelante. Éste debía de ser tan inteligente que era capaz de aprenderse todo el contenido de los libros escolares en dos días y luego se dedicaba, durante el año, a su pasión preferida: leer. De la lectura de muchos libros, debió de extraer Berne su teoría del guión. Y sobre todo, de todo lo que su madre le enseñó sobre los cuentos de hadas.

Después de morir el padre David, su madre Sarah fue capaz de guardar un duelo digno y, después, se dedicó a ayudar a Eric y a Grace para que no sólo sobreviviesen físicamente, sino para que fueran lo que querían ser. He llegado a convencerme de que Sarah se dedicó a su hijo y a su hija como el padre de Mozart a él y a su hermana.

En lugar de seguir comentando esta apasionante biografía, invito a leerla teniendo presentes las obras de Berne. Sobre todo, el Hola. Es muy fácil reconstruir el Guión de Berne partiendo de las anécdotas que cuenta en este breve libro. Desde su relación con las mujeres a su determinación de superar todos los obstáculos, que no fueron pocos. Hay optimismo y no resentimiento, creatividad para distinguir las diferencias entre las personas, no maniqueísmo; confianza en sí mismo y no ganas de revancha. Una auténtica obra de arte. Y en cuanto a la sonoridad del inglés, hace recordar el virtuosismo de un Raymond Chandler o de un Truman Capote, dos Paganinis de una prosa que a la vez es enteramente clásica y actual.

Felicísimo Valbuena de la Fuente.